Un mago (...que sean dos).
Posó sus manos sobre el cesped, y con un rápido, elegante movimiento, desprendió un pedazo de jardín. Lo giró con delicadeza sobre sus hombros y se lo colocó como una capa.
-Es mi manto de hierba, soy un mago de hierba- anunción triunfante.
-Es más bien como pasto, eres un mago de pasto- le corregí.
Me miró como quien no entendía.
Éramos dos magos, de esos magos que lo pueden todo, así que el jugar a ser magos de algo en específico era una mera charada, ¿qué diferencia podía haber entre el pasto y la hierba? Esas diferencias eran nimias.
Pero mi minuciosidad era cosa mía.
No de él.
Tomó un arbusto que se desenraizó con rapidez y lo blandió, ya tenía un báculo.
Yo seguía observándole. Creo que no tenía muchas ganas de jugar. Me complacía en mirar y criticar.
Eso nunca le simpatzó mucho.
-¿Por qué tienes que ser así? Ven y juega conmigo.
-No, si así lo estoy muy bien.
-¿A qué le temes?
-A lo de siempre. Desde que jugamos a la casita y me la creí, ya no me dan muchas ganas de volverme a engañar.
-Ah, pero eso no era un juego.
-Exacto a eso me refiero. Dejó de serlo. Te lo tomas demasiado en serio, y yo me lo tomé muy en serio aquella vez.
-No te entiendo muy bien...
Me reí y le di un beso furtivo.
-Exacto es lo que no entiendes, que sé jugar tan bien que te saco de tus juegos para que entres a los míos.
-¡Entonces fue una trampa!
-No, para nada. ¿No te divertiste?
Le miré muy fijo, muy cerquita. Y estoy segura que mi mirada lo desarmó. Ni siqueira se debió acordar que llevábamos un día de conocernos.
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